miércoles, 27 de abril de 2011

LO DULCE Y AMARGO DE MI VISITA



Esta Semana Santa he estado en mi pueblo, todo él huele a celindas, y el campo a jaras.
El verde majestuoso que cubre la montaña y el llano, se ve salpicado del blanco y amarillo de las margaritas salvajes y de las retamas (en mi pueblo le decimos escoberas, y antaño, cuando sus ramas se secaban servían para hacer escobas), del morado del tomillo, del rojo de las amapolas, y de multitud de colores de otras florecillas. Y al fondo el pico Almanzor nevado.


Solamente un hecho ha amargado mi visita. Con una falta absoluta de sensibilidad, el señor Alcalde, para agenciarse en las próximas elecciones, los votos de los vecinos que se quejan de que no pueden bailar bien en la plaza, está substituyendo el empedrado antiguo de las calles, por piedras lisas y modernas, lo cual me parece un verdadero atentado histórico/cultural. Mi madre, que tiene ochenta y ocho años, ya conoció la plaza así, y mi abuela, que ya murió, también. Con una sola diferencia, antes, entre piedra y piedra había tierra, y cuando hicieron el alcantarillado lo remplazaron por cemento. Ya que en algunas zonas los cantos sobresalen, y en otras falta el cemento, una solución intermedia hubiese sido la adecuada, así se conservarían los rollos y la plaza se haría más transitable.  
El pueblo hace años que fue declarado Conjunto Histórico-Artístico, y supongo que tal honor no le fue concedido, entre otras cosas, por piedras nuevas.
¡Ay mi querido pueblo!, donde pasé los años más felices de mi vida correteando por tus calles, y jugando en las lanchas (algunas me las sé de memoria) de los soportales de la plaza. Duele que me quieran borran tu recuerdo.
Grabé un vídeo, pero no he sido capaz de descargarlo, así que os dejo uno que he encontrado en Internet, donde se aprecia un poquito el empedrado.
  

jueves, 14 de abril de 2011

¡Y VAMOS POR EL SEGUNDO!





MI NIÑO QUE YA NO ES TAN CHIQUITO
PERO SIGUE SIENDO MUY MAJO
HA PERDIDO SU SEGUNDO DIENTE
DE LA ENCÍA DE ABAJO.

ESTE DIENTE, QUE TAMBIEN SE MOVÍA
QUERÍA IR A BUSCAR A SU COMPAÑERO
Y COMO LE ECHABA DE MENOS CADA DÍA
DECIDIÓ MARCHARSE CON EL PRIMERO.
                                                                                                   
ENTONCES  LE DIJO EL DOCTOR
YA QUE EL DIENTE SE MUEVE Y ESTÁ TRISTE
SERÁ MUCHO, PERO MUCHO MEJOR
QUE EN UN SANTIAMEN TE LO QUITE.

RATONCITO PÉREZ TAMPOCO SE OLVIDÓ
DE HACERLE UNA NUEVA VISITA
Y ES MISMA NOCHE CON CUIDADO LE DEJÓ
DEBAJO DE LA ALMOHADA UNA MONEDITA

UN DIENTE NUEVO LE ESTÁ NACIENDO
DONDE ANTES ESTUVO EL PRIMERO
Y MIENTRAS POCO A POCO VA CRECIENDO
ASOMARÁ EL PIQUITO SU COMPAÑERO.







Todos los dibujos son de mi amigo bloguero GERARDO, que, aunque su página es para mayores, también pinta dibujos infantiles.
http://dibujosdegerardogc.blogspot.com/

domingo, 10 de abril de 2011

LA ABUELA KIKA (III)


Lo que la abuela me contaba era fabuloso, extraordinario, fantástico, increíble. El horror primero, dio paso en mí al asombro, y a un mayor interés. Hablaría largo y tendido con ella, un día y otro día, hasta empaparme de todo, hasta penetrar en esa extraordinaria verdad y hacerla mía. La admiraba, admiraba al género humano ¡Qué maravillosos seríamos! ¡Qué fantástico sería trasladarse de un lugar a otro solamente con el poder de la mente! Además, descubierta esta mina, las posibilidades para un futuro serían inagotables. Sorbía sus palabras, me deleitaba escuchándola, y pensaba que, si su mente inculta había conseguido esto, ¡qué no conseguiría una mente cultivada! 

Ella seguía con sus explicaciones, y yo con mis reflexiones mentales, cuando, parándome en seco, observé que los demás no le prestaban atención.
—Abuela ¿por qué los demás no parecen extrañados? ¿Acaso no te ven? —pregunté intrigada.
—Sí, sí que me ven, pero al no encontrar una explicación convincente a mi presencia, prefieren ignorarme, para ellos yo ya estoy muerta, no existo.
—No, eso no es posible, vamos a hablarles, cuéntales todo, como has hecho conmigo.
—Inútil, todo sería inútil —contestó con tono de resignación.
—No abuela, no lo creo, verás, yo les hablaré: “Mamá, tíos, mirad, es la abuela, que alegría, ved todos, está viva”.
—Sobrina, haz el favor de no gastar bromas, a la abuela la enterramos ayer, y si no quieres ayudar, lo menos que puedes hacer es callarte y no molestar —me amonestó la pequeña de las hijas de mi abuela.
Con desesperación en impotencia grité: “¿Es que no la estáis viendo?”
—¡Pero qué poca vergüenza tienes!, si yo fuera tu madre..., ella que tanto te quiso, y tú ahora no tienes el menor respeto por su memoria —volvió a sermonearme mi tía.
Me sentía rota, impotente, cansada, como si hubiese librado una larga batalla en breves momentos. Si la respuesta de todos era la misma ¿qué haría entonces la abuela? No sé qué era peor, si morir enterrada viva o vivir estando muerta para todos. Quizás, cuando ella me explicara todos los detalles, yo intentaría llegar a los científicos, a los hombres y mujeres del saber, seguro que me escucharían y no me darían la espalda. 
—Abuela, esto no puede quedar así, ¿qué harás tú en este mundo existiendo sin existir?, tengo que ayudarte, pero para ello, es preciso que vuelvas a empezar por el principio, punto por punto ¡y no eludas nada diciendo que no lo comprendería!
Se disponía a comenzar su relato cuando...
—Riiiiiiiiiiinnnnnnnnn.
El despertador, como todos los días, sonó de nuevo. Iniciaba una jornada más de trabajo. Perezosamente y con el fresco recuerdo de mi querida abuela en la mente, me dirigí al lavabo. Apenas habían transcurrido cinco minutos cuando oí el timbre del teléfono. Lo atendió mi madre; después, con toquecitos nervioso en la puerta del aseo me dijo:
—Date prisa, tenemos que marcharnos rápidamente, acaba de llamar desde el pueblo mi hermana Ángela y dice que la abuela ha muerto.



jueves, 7 de abril de 2011

LA ABUELA KIKA (II)




                                                                             

—No, nieta, soy real.
—Entonces... ¿qué pasó?
—Aunque te lo explicara, no podrías entenderlo —seguía sin darle demasiada importancia a mi manifiesto interés.
—¡Cómo que no voy a comprenderlo!

—Me temo que no, ni tú ni nadie —contestó ella.
—Pero es que yo quiero saber —requerí en tono exigente—, no puedes aparecer así, de repente, sin darme ninguna explicación ¡hazte cargo! No me puedo quedar parada, haciendo como si no te hubiese visto ¿algo tendrás que decirme?
—Lo cierto... es que resulta muy difícil explicarlo.
—No importa, tú inténtalo. Te lo repito, no me puedo quedar sin saber qué ha pasado.
—No sé..., dudo...
—¡Inténtalo! ¡Por favor! 
Insistí una y otra vez, supliqué, hasta que no tuvo más remedio que rendirse a mi tenacidad.
—Está bien, aunque sólo sea por la corriente de cariño que siempre hubo entre nosotras, y debido al interés que demuestras, lo voy a intentar. Te ayudará, aunque sólo sea un poquito.
—Estupendo, abuela, te escucho.
—Verás... cuando me vi dentro, ya sabes dónde, comprendí rápidamente que si quería sobrevivir...
—¡Qué? 
Según hablaba en mi mente empezó a perfilarse un pensamiento que, por lo descabellado y absurdo, me negaba a admitir. 
—Lo que te iba diciendo, cuando me vi encerrada sin posibilidad de...
No dejé que terminara la frase, como un escopetazo, la idea abrasadora inicial se concretó, y pensé horrorizada: “¡Viva! ¡La habíamos enterrado viva!”.
—Abuela, ¿qué me estás contando? ¿Es cierto eso que estoy pensando y que no me atrevo a expresar en alto?
—Cierto, así es —contestó sin alterarse.
—Pero... eso es horrible, no puede ser. Y... ¿cómo es que ahora estás aquí? 
Cada vez estaba más sedienta de saber, impaciente reclamaba información.
—Como te decía, cuando me di cuenta de ello, de que me habían enterrado viva, y de que no tenía escapatoria; comprendí que el tiempo, si realmente no quería morir, que me quedaba de vida era mínimo. Dentro del pequeño habitáculo el oxígeno se agotaría pronto, así pues, cada segundo que pasaba adquiría suma importancia. El poder de la mente es enorme, ¡no sabes cuánto! 
Seguía y seguía hablando, con el entendimiento afinado, y con un léxico impropio en ella. Era como si hubiese adquirido de pronto el saber de los grandes genios, cuando, en vida, bueno, en vida pasada, puesto que la tenía frente a mí, nunca había muerto, o mejor decir, un día antes, apenas sabía leer y escribir.
—¿Me escuchas, nieta? —me preguntó viendo que, inmersa en mis cavilaciones creía que me había despistado. Yo asentí con la cabeza—. Como te contaba, cuando tomé conciencia de lo sucedido, en un esfuerzo supremo, que me sería muy difícil explicarte y tú comprender, conseguí, con el poder de mi mente, potenciar la carga positiva de los iones y desintegrar mi cuerpo, para, una vez fuera del nicho, volverlo a integrar. Tuve suerte, porque ayer los rayos cósmicos estaban cargados de mesones y me ayudaron en la integración, de lo contrario, de haber sido un día en el que la presencia del mesón hubiese sido baja, ello no me habría sido posible.


—Abuela, no comprendo nada. ¿Cómo has sabido todo eso que me cuentas?
—Contéstame a una pregunta, ¿tú, ayer, pensante en Plutarco?
—Sí, ahora que lo dices, sí, y es extraño, no sé porqué, pero cuando te estábamos enterrando me acordé de un sueño que tuve hace mucho tiempo y que nunca he podido olvidar, él era el protagonista.
—Ahí está la clave. Es una pena, porque gran parte de sus escritos se han perdido. A Plutarco no se le prestó atención en su época, de haberlo hecho, la humanidad caminaría ahora por otros derroteros. ¿Cuál era la esencia, el núcleo de ese sueño?
—Recuerdo que Plutarco me transmitía las claves del saber, eran tres o cuatro fórmulas que, bien aplicadas, daban respuestas a todas las incógnitas, a todas las preguntas que los sabios se plantean, y que hasta la fecha no han conseguido explicar. Sin embargo, cuando desperté, aunque las recordaba, no tuve la precaución de apuntarlas y en cuestión de segundos se esfumaron de mi mente.
—Pero todo este tiempo han permanecido en tu subconsciente, y tú, sin saberlo, sin darte cuenta, me las transmitiste. Eso fue todo, tu cariño hizo el trabajo. 



Continuará en el III y último capítulo

domingo, 3 de abril de 2011

LA ABUELA KIKA (I)

Para descansar, matar el tiempo, y dar rienda suelta a mis deliberaciones internas sobre ella, me senté un rato a la puerta de su casa, en una de sus sillas, de esas sillas de pueblo con asiento de anea y patas y respaldo de madera pintados de negro. Después de un caluroso día de verano, la tarde tocaba a su fin, y la temperatura se tornaba poco a poco cada vez más suave y agradable. 
Todos sus hijos y nietos, procedentes de distintos lugares de España, habíamos llegado al pueblo para darle el último adiós a la abuela Kika. Me sentía aturdida y oscura. Era el primer ser querido que se me moría, y una sensación nueva y desconocida había anidado dentro de mí. Aún no era consciente de lo sucedido, tanto es así, que busqué con la mirada a la abuela cuando, a la hora del almuerzo, nos reunimos toda la familia en torno a la mesa. Al no encontrarla pregunté: “¿Pero dónde está la...?” 
Como estalactitas formadas súbitamente se me helaron las palabras en los labios; me di cuenta en ese preciso instante de que la habíamos enterrado el día anterior. Y fue entonces cuando me invadió esta extraña sensación; flotaba, toda yo se perdía, se desdoblaba, y como un sueño que se escapa a nuestro control, a mí se me escapaba el momento.
La quería mucho, sin embargo, no la lloré, no pude, perezosas y estáticas mis lágrimas se negaron a aparecer. 
Desde mi puesto en la calle percibía el bullicio que se desarrollaba dentro de la casa. Sus hijas y nueras la desmantelaban; había que dejarlo todo ordenado antes de que nos marchásemos a nuestros respectivos lugares de origen. Los baúles y las arcas de la abuela eran abiertos para ver su contenido: “Esto vale, esto no —comentaban entre ellas—, aquello se lo damos a tal o cual persona, puede que lo necesite”. Tiraban lo que consideraban que no servía y apartaban lo que creían que sí. El trasiego dentro era tremendo, y resultaba difícil trasladarse de un lado a otro sin pisar la multitud de cosas que se amontonaban por los suelos. “Mañana desinfectaremos y fregaremos bien toda la casa.” —oí decir a una de sus hijas.
Y yo, mientras tanto, escarba que escarba en su recuerdo, que se me había pegado al alma como, cuando era niña, se me pegaba a las manos la resina de las jaras.

¿Recuerdos? Sí, la abuela ya era el recuerdo, mi recuerdo, mis recuerdos de ella, que eran muchos. Habían transcurrido solamente unas horas, apenas un día, y en un abrir y cerrar de ojos, mi presente con la abuela, pasó definitivamente a ser mi pasado con ella.
Fui su primera nieta y también su preferida. “Vecinas ¡he tenido una nieta preciosa!, ¡he tenido una nieta preciosa!”, pregonaba regodeándose por la mañana temprano el día  que yo nací. 


Durante años pasé largas temporadas con mi abuela. Era alumna aplicada y mis padres no querían que perdiese ningún día de colegio; así qué —hasta que emigramos—, mientras ellos terminaban la recolección de los campos, o iniciaban una nueva siembra, yo me quedaba con ella. 
Aunque no fui una chiquilla traviesa en algún momento, siendo muy niña, debí de hacerle alguna trastada: “Como suba te voy a patear el mondongo”, —me gritaba un día desde el zaguán—. ¡Extraña palabra la de mondongo!, nunca la había oído. Me tuvo preocupada varios días. ¿Qué significaría? “¿A lo mejor es algo raro? Quizás sean cosas de mayores, cosas que sólo ellos saben”, me contesté. En fin, fuera lo que fuese, me cuidé muy bien de no volver a hacer ninguna fechoría, por si a la abuela se le ocurría patearme esa cosa rara que yo tenía, y que no sabía muy bien lo que era.
La actividad seguía dentro de la casa, cansada de estar sentada, decidí entrar un momento. Subí al segundo piso, volví a bajar, subí de nuevo, entré en una de las habitaciones, luego en otra. Deambulaba de un lado a otro, no sabía en qué ocupar mi tiempo que parecía haberse detenido. Aquel no saber qué hacer me abrumaba. De pronto, entre todo el bullicio, ¡la vi... sí, la vi, vi a la abuela! ¡No era posible! Me froté los ojos y miré de nuevo; seguía allí en medio de aquel gran alboroto, alboroto motivado por su muerte, y en el que ahora ella también participaba. Parecía tener más vitalidad, más agilidad que antes de morir ¿Digo de morir? No, de morir no, yo la estaba viendo viva. ¡No salía de mi asombro! ¡No podía ser! Pocas horas antes había visto como la metían en el ataúd, como la bajaban por la espinada escalera que conduce del dormitorio al zaguán, como el coche mortuorio se la llevó, como el sacerdote dijo sus últimas oraciones por ella, y vi, también, como la metían en el nicho recién construido. Necesitaba una explicación urgente, tenía que preguntar, preguntarle a ella, que me dijera lo que había pasado, el porqué de su presencia allí, y que me aclarara, también, por qué los demás no parecían darse cuenta. Empecé a apartar muebles, cacharros, ropa, trastos, todo lo que nos separaba y que me impedía llegar hasta donde se encontraba. 
Después de una intensa lucha contra todo lo que obstaculizaba mis propósitos, conseguí acercarme palpitante y emociona a su lado.
—¿Pero abuela, tú no estabas...? —pregunté con el alma en vilo.
—Sí nieta, pero... ¿ya ves? —me respondió sin demasiado entusiasmo.
—No entiendo nada ¿qué ha pasado? Abuela, abuela querida, yo..., yo he visto como te enterraban ¿por qué ahora estás aquí? ¿Son acaso figuraciones mías?

                                                                                                           continuará...

viernes, 1 de abril de 2011

ODA A LA JARA



                                              
                                                Recuerdo que bosteza
                                               en los campos de mi infancia.
                                               Abrazo en verde y blanco,
                                               con aderezos pardos y rojos
                                               que adornan tu falda casta.

                                               Presumida y arrogante,
                                               luciendo con gracia tus colores
                                               irrumpes en primavera,
                                               claveteando con empaque
                                               y donosura los alcores.

                                               Como quinceañera de antaño
                                               perfumada y seductora
                                               con resina odorífica
                                               proteges tu belleza innata,
                                               que a los osados,
                                               que no les basta con admirarte,
                                               espanta.

                                               Hasta tu grafía me atrapa,
                                               se deshace dulcemente en mi boca,
                                               se aventura en mi garganta,
                                               y en un juego de palabras,
                                               me envuelve como una caricia
                                               tu nombre: jara.    
      
(Es una planta que por su olor y sus flores me encanta, de ahí mi nick)