domingo, 20 de febrero de 2011

LA ESPERA



   Anochecía. Despertaban las primeras estrellas mientras seguía sentada en la terraza dándole vueltas a su cabeza, esperando que sucediera lo que durante tanto tiempo había deseado. Intuía que había llegado el momento, sin embargo, nunca imaginó que fuese de esa forma. Cortando por un instante el hilo de sus pensamientos, fue al dormitorio a buscar algo con qué cubrir su espalda, empezaba refrescar y no quería enfriarse.
Instalada de nuevo en la silla que tantas veces compartió con ella las noches de vigilia, retomó sus ideas. Recordaba situaciones similares a aquella, noches en las que, harta de bregar con el insomnio, envuelta en una manta para amortiguar el frío y con la desazón que le calaba hasta los huesos, esperaba su llegada en el balcón. Su llegada, o noticias traicioneras, que su mente, en un afán engañoso de justificar su tardanza, elaboraba. ¡Siempre noticias! Las que fueran, pero noticias, porque la incertidumbre consume y aprieta más que el conocimiento de los hechos. Fumando cigarrillo tras cigarrillo, con un reguero de inquietud en el alma y mirando el reloj a cada instante que, ajeno a sus angustias seguía impertérrito y perezoso devorando los momentos de su espera, pasaba las noches.
Incapaz de enhebrar las ideas, pero con los sentidos agudizados, percibía cualquier signo que le indicara que su presencia era inminente: distinguía en la lejanía el ruido del motor de su coche, sus pasos a tres manzanas, y, a veces, hasta el olor de su cuerpo que, reptando por el aire llegaba hasta ella como una aleteo de mariposas.
Cierto que su espera y su inquietud de ahora, nada tenían que ver con las anteriores, pero al fin y al cabo estaba en la misma situación, aunque por motivos distintos. Hacía tres días que no sabía nada de él. Una mañana dijo: “Hasta luego”, y ya no volvió. Se quedó sin saber qué hacer. No era la primera vez que faltaba una noche, nunca tres, y si bien a veces lo hacía en no muy buenas condiciones, siempre aparecía a la mañana siguiente.
El domicilio conyugal era suyo, y cuando le pidió la separación e interpuso la correspondiente demanda, él se negó a marcharse, contestó que lo haría cuando el juez así lo dictaminara. La justicia es lenta, y durante más de un año se vi obligada a una convivencia matrimonial (con todas sus implicaciones) que detestaba, ocultando a su familia lo que pasaba, con el miedo metido en el cuerpo, temiendo por su vida, y temiendo sobre todo, que un día, al llegar del trabajo, hubiese desaparecido llevándose a su hija. Esta última amenaza que él repetía a menudo, era la que le impedía participar a sus padres y hermanos lo que estaba sucediendo. Calladamente, pero resuelta y firme en su decisión, esperaba a que por fin la justicia actuara de una puñetera vez. Involucrar a los suyos sólo hubiese contribuido a complicar más las cosas. ¡Por fin se había marchado! Pero... ¿qué tenía que hacer ahora? ¿Denunciar su desaparición o no? Se había marchado con lo puesto, sin llevarse ninguno de sus enseres. Camorrista y provocador, cabía la posibilidad de que le hubiese pasado algo, si no denunciaba la policía podría preguntarla por qué. Por otro lado, ¿qué sentido tenía hacer tal denuncia si estaba esperando que el juez dictase las medidas provisionales? ¿Y la puerta…? ¿Echaba la llave o no? Si se presentaba, la encontraba cerrada y no podía entrar, seguro que armaría un escándalo, pero si no la cerraba y llegaba borracho cuando estuviese dormida, ¿qué le podía pasar? Mejor esperaba despierta.
Hizo varias incursiones al frigorífico, porque de pronto le apretaba el hambre y se comía lo primero que pillaba, pero al rato, su siguiente visita era al cuarto de baño para desprenderse de la ingente cantidad de alimentos que había devorado.
Por comentarios que había hecho al azar, tenía una ligera sospecha de cual podría ser su paradero. Pidió a un amigo común que hiciera unas gestiones, y allí estaba, esperando, bien para verle aparecer, o a que una llamada telefónica terminara con la angustia que tal incertidumbre la producía.
Cuando sonó el teléfono, se despejaron todas sus dudas. El amigo le confirmó que el mismo día de su desaparición, había salido con destino a Rota, incorporado a la Legión por cuatro años.
¡Bien! ¡Por fin podía descansar!, y echar cincuenta vueltas a la puerta de su casa y cien a las ansiedades y zozobras enquistadas de los últimos años. Cerradas y bien cerradas ambas, para que la paz y el sosiego inundasen su hogar y su espíritu.