miércoles, 2 de febrero de 2011

CONFESIÓN INESPERADA

Todavía me siguen enamorando sus ojos, y lo seguirán haciendo, si es que ello fuese posible, por toda la eternidad. Ojos llenos de grandeza, por los que se le cuelan hasta los pensamientos, que yo, gozoso, recojo, como lo haría un buscador  de oro al encontrar pepitas en su batea.
¡Qué fácil resulta todo ahora con ella! Sólo hay que mirarla para saber si está  enfadada, alegre, triste…, o si el cansancio le  ha colonizado hasta la mirada.
Pero entonces, aquel día del mes de julio, yo andaba más encogido que un girasol después de la puesta del sol, o un papel de papelera estrujado. Cuando me citó en su casa para que escogiera los libros que me apeteciese, las piernas me temblaban más que un junco zarandeado por el viento.
No divisé disgusto ni reproches en su expresión cuando no supe estar a la altura del buen hacer de un hombre, pero no podía dejar pasar el momento sin una explicación. Mi vergüenza era tal, que tuve que hacer un formidable esfuerzo para aflojar las palabras agarrotadas en mi garganta.
—Es la primera vez que estoy con una mujer.
Meditó unos momentos, y extrañada me preguntó:
—¿Cómo es eso posible a tus treinta y cinco años?
—Hace poco que dejé de ejercer de cura. ¿Quieres ser mi maestra?