sábado, 12 de febrero de 2011

METRO



Hola, desconocido:
No sé muy bien como nombrarte, así que te llamaré Metro. Quizás Roberto o Javier —que son dos nombres que me gustan mucho—, sería más apropiado, pero te he bautizado Metro porque es el lugar donde mi sino se cruzó contigo.
Te explico, Metro, el sentido de esta extraña carta. Tienes la culpa de que después de mucho tiempo con la libido en barbecho, se haya roto la invariabilidad de mis días de destierro voluntario, y despertado la Eva que dormitaba en mí, regalándome unos momentos golosos.
Esta mañana cuando monté en el tren para ir a trabajar, mi estrella quiso que me pudiese acomodar en un asiento, y, al levantar la mirada del libro que iba leyendo, mis ojos toparon con tu figura de hombre que, sentado frente a mí, y ajeno a las féminas que mariposeaban a tu lado, también leías. Me quedé suspendida del ejemplar de macho que eres.
Con ojos de lujuria contemplé despacio tu moreno natural —no de playa ni de rayos uva—, tu cutis rasurado en el que apenas se dibujaba una perilla mínima expresión —las perillas no me gustan, pero a ti te sienta muy bien—, y las tempranas briznas blancas que se perdían en tu corta, pero abundante, cabellera negra.
A través del pantalón oscuro con una fina raya vertical ocre —mismo color de la camisa y los zapatos—, adivinaba tus consistentes muslos. ¿Tendrán bello? me pregunté. Quiero imaginar que sí, no me gustan las piernas depiladas en un hombre.
Centrado en la lectura, de vez en cuando te mordías distraídamente los carnosos y apetecibles labios, y deduje que estabas inmerso —así me lo pareció por lo que apenas veía de la portada del libro— en el fantástico mundo de una novela.
Quedé desarmada cuando te vi pasar con suavidad la hoja, y antes de continuar leyendo, deslizar despacio tu varonil mano por ambas páginas, como queriendo asegurar que las letras no se escapasen de ellas. Siempre me han gustado las manos grandes en un hombre, y siempre me ha fascinado el contraste entre una figura fornida que, en ciertas circunstancias puede parecer fiera, y la delicadeza de sus gestos, sobre todo cuando se trata de acariciar a una mujer. ¿Cómo trabajarán tus manos? ¿Serán expertas o torpes? Expertas, seguro que sí —me dije—, repletas de placeres secretos, y especialistas en pasear y recrearse en el cuerpo de una hembra.
El libro permanecía abierto en mi regazo, no podía dejar de mirarte, mis ojos abrazados a tu figura, abonaban mis pensamientos sin pudor. Azogada, un calorcillo interno me colonizaba por dentro, y la sensualidad se me colaba por los poros de la piel.
Estaba segura de que sentías el roce de mi mirada, y de que de un momento a otro al levantar tus ojos del libro, se cruzarían con los míos y leerías el mensaje no escrito. ¿Lo entenderá? pensé. No tenía duda, mi seductor alfabeto visual nunca me había fallado.
Así lo hiciste pasados unos minutos, y descubrí que tus párpados envolvían dos formidables parterres verdes.
Después del cruce de nuestras miradas —que sólo duró unos segundos—, tu cabeza giró hacia la derecha. Estación de Gregorio Marañón, sobresaltado corriste hacia las puertas a punto de cerrarse.
Me quedé feliz con mi humedad, con la esperanza de encontrarte otro día para regalarte esta carta, y con el sueño de que mis fantasías contigo se hagan realidad.