Dicen que la primera impresión es la que cuenta, y la nuestra fue un flash en grado superlativo, que, a través de los sentidos embotados de belleza, dejó nuestras almas en suspensión, prendidas del paisaje y del momento. La naturaleza se pavoneaba ante nosotros como se pavonea, sabedora de su poder, una mujer hermosa ante los ojos de un hombre enzarzado en sus encantos. Y como él, ansiosos y primitivos, pretendimos poseerlo todo.
Entre montañas madre, y por intrincados recovecos formados por sabias y pulidas rocas milenarias, la garganta cristalina se deslizaba relajada hilvanando melodías. Agosto se mostraba generoso. Olía a hembra, a hembra almizclada, a hembra tierra madurando frutos. El verde de los alisos, penetrado por los rayos del sol tejía su color de arco iris, y las hojas movidas por el viento nos abanicaban cual esclavo egipcio. Los pájaros se parloteaban su amor, y cada elemento de vida bordaba su labor de fantasía.
Nos centramos en ejercer nuestros sentidos, nos revolcamos en la belleza, y mirándonos fijamente a los ojos exclamamos al unísono: “¡Este es el Edén!
Y lujuriosos ambos, apuramos la manzana.