domingo, 3 de abril de 2011

LA ABUELA KIKA (I)

Para descansar, matar el tiempo, y dar rienda suelta a mis deliberaciones internas sobre ella, me senté un rato a la puerta de su casa, en una de sus sillas, de esas sillas de pueblo con asiento de anea y patas y respaldo de madera pintados de negro. Después de un caluroso día de verano, la tarde tocaba a su fin, y la temperatura se tornaba poco a poco cada vez más suave y agradable. 
Todos sus hijos y nietos, procedentes de distintos lugares de España, habíamos llegado al pueblo para darle el último adiós a la abuela Kika. Me sentía aturdida y oscura. Era el primer ser querido que se me moría, y una sensación nueva y desconocida había anidado dentro de mí. Aún no era consciente de lo sucedido, tanto es así, que busqué con la mirada a la abuela cuando, a la hora del almuerzo, nos reunimos toda la familia en torno a la mesa. Al no encontrarla pregunté: “¿Pero dónde está la...?” 
Como estalactitas formadas súbitamente se me helaron las palabras en los labios; me di cuenta en ese preciso instante de que la habíamos enterrado el día anterior. Y fue entonces cuando me invadió esta extraña sensación; flotaba, toda yo se perdía, se desdoblaba, y como un sueño que se escapa a nuestro control, a mí se me escapaba el momento.
La quería mucho, sin embargo, no la lloré, no pude, perezosas y estáticas mis lágrimas se negaron a aparecer. 
Desde mi puesto en la calle percibía el bullicio que se desarrollaba dentro de la casa. Sus hijas y nueras la desmantelaban; había que dejarlo todo ordenado antes de que nos marchásemos a nuestros respectivos lugares de origen. Los baúles y las arcas de la abuela eran abiertos para ver su contenido: “Esto vale, esto no —comentaban entre ellas—, aquello se lo damos a tal o cual persona, puede que lo necesite”. Tiraban lo que consideraban que no servía y apartaban lo que creían que sí. El trasiego dentro era tremendo, y resultaba difícil trasladarse de un lado a otro sin pisar la multitud de cosas que se amontonaban por los suelos. “Mañana desinfectaremos y fregaremos bien toda la casa.” —oí decir a una de sus hijas.
Y yo, mientras tanto, escarba que escarba en su recuerdo, que se me había pegado al alma como, cuando era niña, se me pegaba a las manos la resina de las jaras.

¿Recuerdos? Sí, la abuela ya era el recuerdo, mi recuerdo, mis recuerdos de ella, que eran muchos. Habían transcurrido solamente unas horas, apenas un día, y en un abrir y cerrar de ojos, mi presente con la abuela, pasó definitivamente a ser mi pasado con ella.
Fui su primera nieta y también su preferida. “Vecinas ¡he tenido una nieta preciosa!, ¡he tenido una nieta preciosa!”, pregonaba regodeándose por la mañana temprano el día  que yo nací. 


Durante años pasé largas temporadas con mi abuela. Era alumna aplicada y mis padres no querían que perdiese ningún día de colegio; así qué —hasta que emigramos—, mientras ellos terminaban la recolección de los campos, o iniciaban una nueva siembra, yo me quedaba con ella. 
Aunque no fui una chiquilla traviesa en algún momento, siendo muy niña, debí de hacerle alguna trastada: “Como suba te voy a patear el mondongo”, —me gritaba un día desde el zaguán—. ¡Extraña palabra la de mondongo!, nunca la había oído. Me tuvo preocupada varios días. ¿Qué significaría? “¿A lo mejor es algo raro? Quizás sean cosas de mayores, cosas que sólo ellos saben”, me contesté. En fin, fuera lo que fuese, me cuidé muy bien de no volver a hacer ninguna fechoría, por si a la abuela se le ocurría patearme esa cosa rara que yo tenía, y que no sabía muy bien lo que era.
La actividad seguía dentro de la casa, cansada de estar sentada, decidí entrar un momento. Subí al segundo piso, volví a bajar, subí de nuevo, entré en una de las habitaciones, luego en otra. Deambulaba de un lado a otro, no sabía en qué ocupar mi tiempo que parecía haberse detenido. Aquel no saber qué hacer me abrumaba. De pronto, entre todo el bullicio, ¡la vi... sí, la vi, vi a la abuela! ¡No era posible! Me froté los ojos y miré de nuevo; seguía allí en medio de aquel gran alboroto, alboroto motivado por su muerte, y en el que ahora ella también participaba. Parecía tener más vitalidad, más agilidad que antes de morir ¿Digo de morir? No, de morir no, yo la estaba viendo viva. ¡No salía de mi asombro! ¡No podía ser! Pocas horas antes había visto como la metían en el ataúd, como la bajaban por la espinada escalera que conduce del dormitorio al zaguán, como el coche mortuorio se la llevó, como el sacerdote dijo sus últimas oraciones por ella, y vi, también, como la metían en el nicho recién construido. Necesitaba una explicación urgente, tenía que preguntar, preguntarle a ella, que me dijera lo que había pasado, el porqué de su presencia allí, y que me aclarara, también, por qué los demás no parecían darse cuenta. Empecé a apartar muebles, cacharros, ropa, trastos, todo lo que nos separaba y que me impedía llegar hasta donde se encontraba. 
Después de una intensa lucha contra todo lo que obstaculizaba mis propósitos, conseguí acercarme palpitante y emociona a su lado.
—¿Pero abuela, tú no estabas...? —pregunté con el alma en vilo.
—Sí nieta, pero... ¿ya ves? —me respondió sin demasiado entusiasmo.
—No entiendo nada ¿qué ha pasado? Abuela, abuela querida, yo..., yo he visto como te enterraban ¿por qué ahora estás aquí? ¿Son acaso figuraciones mías?

                                                                                                           continuará...